lunes, 13 de diciembre de 2010

Fuga

Todo lo libre se pierde
Joanna


Desde la sombra te entregaste al abismo
-ese silencio que cubre las heridas-
Detrás del cruel espejo. Tu alma era un llanto
En fuga del absurdo laberinto de la vida.
Tus recuerdos se perdían en débiles murmullos
allá, en un desierto sin grietas ni distancia...

Acá quedó el seco umbral de tus palabras
Y tu rostro, arcano, profundo como un sueño.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Espera

Le apretaban los zapatos. Alfonso corría y corría con toda su fuerza. Cruzó la avenida sin mirar a ambos lados, y casi lo atropella un taxi. Pese a su gran esfuerzo, no alcanzó a parar el colectivo, al que persiguió con la mirada, mascullándole palabrotas. El 390 siguió con su recorrido tranquilamente, hasta doblar la esquina.

Alfonso tenía el privilegio de ser el primero en esa corta fila de imbéciles a los que se les acababa de escapar el colectivo. Esperó en la sombra inútil de un techo diminuto, y aún allí los cuarenta grados de calor pudieron haberlo matado. Tenía que ir al trabajo, y pretendía estar bien vestido con su camisa blanca, con las manchas y arrugas de un largo viaje.

Pasaron cinco minutos. El colectivo no llegaba. Alfonso todavía respiraba con cierta dificultad, un poco por la corrida, otro poco por el agobiante calor, y en gran parte por su vejez.

Le tranquilizó ver al señor de los boletos. “Por lo menos, no tendré que gastar monedas”, se consolaba. Le dio un billete de cinco pesos, y le dijo:

- Uno setenta y cinco… discúlpame, ¿no sabes cada cuanto viene este colectivo

- Debe estar por venir.- le respondió el boletero, convincente. Alfonso sintió un gran alivio.

Cada tanto miraba su reloj. A su lado pasaban un 45 rojo, el 334 que pasa por Palermo, un 269… incluso llegaron a pasar dos de cada uno. Pero el maldito 390, no aparecía.

Detrás de él, la fila se hacía cada vez más larga. Al principio, esperaban con algo de impaciencia, pero en silencio. Al cabo de unos minutos, una señora pensó en voz alta:”¿qué le pasa a este colectivo que no viene?...”

Todos se preguntaron lo mismo, pero nadie sabía la respuesta.

“Voy a llegar tarde”. “Si no viene ahora, me van a despedir”, se lamentaba Alfonso, que ya presuponía el desastre. Justo en ese momento, parecía acercarse aquél colectivo, el famoso 390 amarillo.

Alfonso levantó su brazo firmemente, cosa de no pasar desapercibido.

El 390 aceleraba.

Alfonso estiró aún más su brazo, sacando pecho, parándose en el borde de la vereda.

El 390, colmado de gente, siguió de largo, con absoluto desdén.

- La puta madre que te re mil parió.- gritó Alfonso.

Empezó a consumirlo una bronca insuperable. Odiaba, odiaba a todos esos culones que tenían la maldita suerte de viajar en ese colectivo. Pero más odiaba –sobre todas las cosas de todos los universos- a ese chofer hijo de re mil putas que por simple capricho no se detuvo a recogerlo. Como para hacer más catastrófica la situación, la fila era todavía más grande, ya ni siquiera una fila, sino un amontonamiento de gente que miraba al horizonte. En ellos se veían rostros preocupados, absorbidos por el odio y la tristeza. Algunos todavía insultaban al chofer, a la compañía de transporte, o incluso a la cultura de “este país de mierda”. Aunque tampoco faltaba alguna familia que viajaba como si siempre estuviera de vacaciones, en las que el padre le decía a sus hijos, con tono despreocupado, casi alegre: ¿y si vamos en remis?

Pero, para Alfonso, ya no había consuelo. Ya se imaginaba dentro del colectivo, sentado, pero cediéndole el asiento a alguna jubilada. Y estando parado, resistir; resistir el sudor de los sucios pasajeros; el colectivo que los mueve de un lado para el otro, tirándo un peso en su espalda, esos negros que se le apoyan…

Moriría. Moriría en el viaje. Había algunas probabilidades de sobrevivir, pero sería nomás que para enfrentarse a su jefe, despeinado, oloroso, poniendo una falsa cara de inocente y dándole la excusa infantil de que “se demoró el colectivo”. Ya se veía desplomado en la vereda, luego de haber sido reventado a patadas.

Sin embargo, nada de eso podría concretarse. El colectivo no venía. Parecía que no iba a volver nunca. Todavía desfilaban colectivos vacíos, autos lujosos, atléticos ciclistas… Alfonso llegó a tener el deseo maleducado de arrojarles piedras a todos ellos.

Saliendo del horizonte, se divisaba una luz divina. Un colectivo de color aparentemente amarillento. Los que estaban sentados, se levantaron. La preocupación de los esperadores se desvanecía, y sus ojos se iluminaban llenos de esperanza. Avanzaron hacia aquella luz, hasta llegar casi a mitad de cuadra.

El 390 color amarillo se acercaba a máxima velocidad, con su cartel de “Fuera de servicio”.

Sin pensarlo mucho, Alfonso se paró de pecho en medio de la avenida, como queriendo detener a un río que pudo haberlo arrastrado hacia la muerte.